EL FUEGUITO
A media mañana, cuando comenzaba a calentar el sol de invierno, el anciano encendía el fuego con los sarmientos secos que atesoraba en cada poda de sus vides y se ponía en cuclillas, repitiendo esa postura adquirida en su tierra natal, allí al pie del monte mientras miraba las rocas desnudas de las montañas y soñaba con el mar.
En la tierra que ya era casi suya, porque había vivido más años aquí que allá, también miraba las montañas y ya no soñaba con el mar. Aquí estaba todo.
Mientras rumiaba sus pensamientos, comía roquefort montado en un trozo de pan de la hogaza recién salida del horno de barro, cortaba una tajada de tocino y bajaba todo con un vasito de vino tinto de la última camada.
Cuando quería acordar, era la hora del almuerzo y el tiempo parecía no haber pasado.
Era como un rito, al que se arrimaban sus nietos cuando iban a visitarlo o él venía desde su provincia a pasar cortas temporadas. Sólo que en esos casos no rumiaba pensamientos sino que contaba historias y en sus vasos vertía un poquito de vino, tan solo para colorear la soda.
