Si Jonathan Swift satiriza magistralmente a la sociedad de su tiempo a través de «hombrecitos de 6 pulgadas», gigantes «como un campanario de mediana altura», científicos abstraídos que habitaban un país-isla flotante y caballos superdotados donde los humanos son seres inferiores, Juan Manuel Montes no se queda atrás: rescata a Liliput de la mansedumbre del tiempo y la mercadotecnia, que lo han ido acomodando complacientemente a la supuesta inocencia de los niños, y lo actualiza, lo ofrece a cada visitante o morador. Con la diferencia de que no es la voz mordaz de un personaje la que se escucha en cada texto, sino la voz del lector mismo que se mira absorto y preocupado en un espejo hecho a su medida. Además, un espejo que se revela a acatar el edicto-dictamen de la reina-bruja en turno. Ni siquiera hace falta preguntar nada al espejo, en el recién descubierto Liliput cada quien es quien siempre ha sido, si antes lo desconocía, ya no más. Y es sí por la sencilla razón de que Liliput no solo está en la Argentina del autor, sino en cualquier lugarndonde se encuentren uno o más seres humanos. La aparente fantasía que entreteje cada relato liliputense (¡no cabría otra denominación!) está recargada de realidad ineluctable. Sabemos que no existe sociedad perfecta, ni siquiera en un mundo minúsculo como el de este libro, y no por capricho de su autor o porque traiga puestos «anteojos oscuros indispensables para ver todo un poco más negro», sino porque Juan Manuel también es parte de un mundo que lo afecta por igual. No obstante, el autor como narrador observador, más que omnisciente, no señala ni se erige dios magnánimo o castigador, en su función de guía, nos lleva paso a paso por lugares que conoce a la perfección. Y así evita que el lector naufrague y se pierda, no ya como el gigante que se cree, sino como el liliputiense que siempre ha sido, detrás de las tapas de otro libro.
José Manuel Ortiz Soto
ÁNGELES
Los ángeles se visten de traje y deambulan como cualquier otro habitante. Los demás liliputienses, aunque que les ven salir grandes alas de las espaldas, no creen en ellos. Por esta razón, innumerables de estos seres celestiales pierden día a día sus plumas, y llenan con ellas los alrededores de las plazas.