El color del caballo blanco no es solo un libro; es un juego de espejos, un pacto entre el lector y lo que se esconde detrás de las palabras. Cada microrrelato es un intento de dar forma a una figura que es, a la vez, el centro y el vacío del texto. Podríamos llamarlo un personaje fantasma, un protagonista que se define por su ausencia y que, con su mutismo, nos obliga a leer entrelíneas.
¿Será acaso que el verdadero encuentro no es con el caballo, sino con la lectura misma? Su naturaleza es tan caprichosa como la de la propia imaginación. Rubén Valle propone que el lector persiga a esa silueta blanca que solo se vislumbra en la orilla de la conciencia como parte de una cacería literaria.
En El color del caballo blanco no hay personajes estáticos, sino presencias que se diluyen como una polvareda. El protagonista tácito es una sombra, un destello que podría ser cualquier cosa y, por lo tanto, es todo a la vez. Un alguien que nos mira desde el margen y nos convoca a un encuentro íntimo con lo que no está. La lectura se vuelve, entonces, una búsqueda incesante, el intento de dar un nombre a esa sensación, a ese color que se intuye en lo blanco de cada página.
P. Vharff
“Ni cuchillo ni caballo
De un poema de Borges se ha escapado el caballo. Desde anoche está conmigo, recluido en un rincón
de la cochera, junto a las bicicletas de mis hijos y muy cerca de una estantería a punto de colapsar.
Por ahora lo mantengo con agua y unas pocas verduras que encontré en la heladera. Lo extraño,
aunque no tanto, es que su dueño todavía no viene a reclamarlo. Sabe que donde él no ve un caballo
tampoco yo veo un cuchillo. El caballo se desentiende del conflicto y da vuelta la página. ”
