Una casa es el nodo por donde pasan las historias. Una casa que para algunos será refugio, para otros, simplemente, la oportunidad de un negocio a cualquier precio. La casa de rejas, de Lucila Lastero, se inscribe dentro del género negro, con una carga de suspenso anclada no sólo en los pliegues de la trama sino también en los efectos de una prosa seca, efectiva, contundente. Pero, además, esta novela es una pintura de época, de cómo se vivió la dictadura cívico militar y sus efectos devastadores en el norte de la Argentina, en la provincia de Salta.
Juan Carrá
1
La mancha comienza por debajo del portón de chapa, atraviesa la vereda estirándose en declive y termina en un hilo sobre el cordón. De lejos parece el agua enjabonada que alguien tiró a baldazos con intenciones de pasar la escoba. También podría ser la sombra de algún techo. De cerca es una mancha roja, espesa, que despide olor metálico y se pega al suelo como una alfombra.
Él está de pie, inmovilizado, rígido. Calcula que, si se mueve un poco, la pisa.
Del otro lado, alguien levanta la vista y lo mira. La bruma de la mañana le permite distinguir a una mujer vieja, cubierta por un camisón blanco, encorvada sobre un escobillón.
Él sigue quieto, con las manos en los bolsillos, contemplando aquella viscosidad oscura en el suelo como si asistiera al espectáculo del amanecer.
La voz de la vieja lo sobresalta: Ya llamé a la policía, dice volviendo los ojos al piso.
La luz de un auto ilumina el lugar y, detrás del polvillo que levanta el barrido, alcanza a ver los movimientos pendulares del escobillón, la lentitud de fantasma de la vecina y, a la par, ese charco gigante de sangre sobre la vereda. Piensa que debería fingir interés y pregunta:
¿Ya se sabe lo que pasó?
Lo mataron, dice ella con tono seco, sin dejar de sujetarse al escobillón, la mirada en las baldosas con ribetes cuadrados.