Es menester señalar que aborda el asunto de la errancia, el cual no es ajeno a las literaturas occidentales, pero sí mucho menos frecuente que su complementario, el destierro.
Esto quizás se deba al hecho de que la errancia supone cierto albedrío del héroe a la hora de perderse en la geografía o en su microscópica mismidad. Quizás no.
La tierra de los desorientados puede ser leída como obra nueva y autónoma. Reúne historias de seres que buscan lo que no saben y encuentran lo que no entienden. O no inquieren pero tampoco hallan, o atinan y se toman el colectivo que va para el otro lado.
No hay personaje de este libro que sepa lo que le sucede a sí mismo. El narrador de El ubicuo desconoce que quiere volver; el de Mi experiencia como docente ignora si es actor o víctima de la desagradable sorpresa que lo espera en el aula cada mañana; el perseguidor de Persecución no sabe el rol que desempeña en la vida o trama; el poeta de El club de los poetas no tiene idea de por qué se ha vuelto un provocador, pero lo lleva hasta las últimas consecuencias. No existe personaje más perdido que el pobre turista de ¡Rescátenme!, salvo, quizá, el profesor de La lógica del cine americano, donde la realidad es, o parece, una película de clase B.
Perdido en un mundo violento está el enamorado de Alicia, y en el universo de sus personajes el de Hablamos más tarde. Al protagonista de Metamorfosis le ocurre, al principio, el proceso inverso al de Gregor Samsa, después naufraga en su propio derrotero. Pocos hombres habrá tan sosegados como el doctor de La chica que repartía flores en el leprosario, hasta el final, que nos revelará su naturaleza inquietante y temible.
Lo inverso sucede con el narrador de El duelo; sumido en su narcisismo del defecto que lo lleva a ignorar todo lo que sucede a su alrededor. En Sobre perros y zapatos todo sucede a la altura de sus pies, y en esos niveles nada hay que no resulte ajeno.
Las otras historias son tan breves que reseñarlas aquí sería un exceso. Diremos solamente que allí también los personajes ejercen la errancia en su costado físico, químico o emocional.
Como señaló Zepeda-Castañeda, la saga que compila Alfil Bilis es una invención posterior, una falacia. Este libro, versión de una versión, compartirá su carácter. Pero todo eco viene de algún lado. De haber existido la saga, no habría sobrado. Hubiese servido, al menos, para engordarle el pasado a este presente que nos tocó, tan náufrago y sin brújula.
Estanislao Figueroa Washington
