Las historias de Descalza configuran una cartografía en la que se perciben relieves, caminos, laberintos, claros, refugios e intemperies. Quienes recorren este territorio son mujeres que cuentan, se cuentan, en sonidos, aromas, imágenes. Estas mujeres pisan la tierra, enhebran agujas, sanan, gritan, cuidan, abrazan, esgrimen la palabra o el silencio según sea necesario. Sus cuerpos se abren, se trasladan, se encienden y también, a veces, se retiran para forjar ausencias y recuerdos.
La trama de estos relatos está conformada por nudos, lazos y puntos mínimos que narran historias sin tiempo ni espacios y sin embargo, universales y perdurables.
Giselle Aronson
“El barrio aún duerme y ella arrastra su cuerpo cansado. Camina por las calles mirándolo todo, con los anteojos astillados que aparecen entre el ensortijado pelo y el gorro de lana.
Lleva pantuflas, como si estuviese en su casa, tal vez ella así lo sienta al pisar las baldosas antiguas del barrio, rotas, tan rotas como ella.
Su humanidad va en vaivén: un pie acompaña al otro, tratando de encontrar un equilibrio que en algún momento tuvo y hace un tiempo perdió.
Como el brillo del progreso de un barrio que la empujó a trasladarse para probar suerte en la fábrica textil y hoy perdió lustre, se volvió gris.
Esa empresa que le dio identidad, pertenencia, amigos, dignidad, hoy aloja perros callejeros y sirve como estacionamiento de algunos colectivos.
Se detiene en el viejo portón, mira los vidrios ausentes, la enredadera entramada que cubre las paredes, los silencios que hacen eco en su alma, y espera. (…)